jueves, julio 25

OCTAVA DEL CARMEN






Mensaje del P. General, Saverio Cannistrà OCD, en el día de la Virgen del Carmen:

B. V. María del Monte Carmelo
16 de julio 2019

Hoy para toda la Iglesia es el día del Carmelo. El Carmelo era y es todavía un monte de Palestina, pero ya no es solo eso. Es un lugar del espíritu, hacia donde tantas miradas y tantos corazones se dirigen para encontrar lo que deseamos en lo más profundo de nosotros mismos. Es el horizonte y la meta de nuestros caminos humanos, que muchas veces se pierden por las sendas retorcidas del mundo, caminos interrumpidos por nuestras caídas, en medio de la oscuridad. Sin embargo, el Carmelo está allá y su luz nos recuerda constantemente la dirección que nos conduce a la meta, como el faro que da seguridad y confianza a los navegantes.
Es la luz que viene no de un monte, sino de una mujer que, como la mujer del Apocalipsis, es “vestida de sol”. No el sol que vemos en el firmamento, sino el “sol de justicia que nos visita de lo alto” y que brilla eternamente. Es una mujer que es madre y tiene a un niño entre sus brazos. La luz que resplandece y que nos ilumina es la luz de su mirada llena de amor para su hijo, es la luz de la plenitud de comunión. En esta vida no puede haber comunión más grande que la comunión entre la madre y su hijo. Pero, en verdad, la madre que estrecha amorosamente a su hijo entre sus brazos es imagen, signo de un misterio mucho más grande, porque aquel niño, aquel hijo es Dios, el Dios Hijo que se hizo hijo de María y nuestro hermano. Fijando la mirada en María, la Madre del Carmelo, contemplamos el misterio que nos está llamando: misterio de fe y de salvación, que es a la vez misterio de pobreza y sencillez. El amor que une María a Jesús no se cierra en si mismo; se abre a cada uno de nosotros y nos regala una prenda de esta experiencia ofreciéndonos el escapulario, el signo material de una realidad espiritual hecha de fe y de amor.
Por otro lado, es curioso el contraste entre la imagen que contemplamos de la Madre del Carmelo, llena de ternura y de paz, y el evangelio que acabamos de escuchar, que nos relata el momento más trágico de la vida de María y de Jesús. Sin embargo, el contraste no supone ninguna contradicción sino el pleno cumplimiento del mismo misterio. Nada ha cambiado en la comunión entre la madre y su hijo. Todo lo contrario: la comunión ha llegado a su cumbre. Madre e hijo ahora más que nunca comparten la misma obediencia a la voluntad del Padre y el mismo deseo de entregarse totalmente para la salvación del mundo. Su amor ya es el “amor más grande” de todos, del que habla Jesús en la última cena: dar la vida por los amigos. Y el amigo está allá, a lado de María y del crucificado: es Juan, el discípulo amado, en el cual todos los discípulos de Jesús pueden reconocerse. Jesús encomienda su madre a Juan, y Juan a su madre. ¿Por qué lo hace? Hemos dicho que el amor entre Jesús y María es un amor abierto, que se tiende hacia cada hombre y cada mujer para acogerlos en el abrazo de Dios. Ahora, en el momento final de su vida, Jesús quiere que haya una madre y un hijo que se amen como él ha amado y ha sido amado. Como la relación entre Jesús y su madre ha sido el espacio para la encarnación, ahora Jesús prepara el espacio para una nueva presencia de Dios en medio de la historia de los hombres. Es espacio humilde, sencillo, domestico: el de una madre y un hijo que van a vivir en la misma casa.
Este es también el espacio del Carmelo de Teresa, un espacio donde podemos acogernos con el cariño y la solicitud de una madre y de un hijo. El Carmelo era un monte: ahora es una casa llena de hermanos revestidos por el mismo hábito de María, por sus mismas virtudes, que se reciben recíprocamente “como suyos”. Si en el Antiguo Testamento el sacrificio de Elías sobre el monte Carmelo despertó la verdadera fe en Jahvé en su pueblo desmemoriado, ahora en la Iglesia de Jesucristo es el sacrificio espiritual del discípulo, que se ofrece en el servicio amoroso de cada día, la luz que ilumina el camino de la fe. Para ofrecerlo necesitamos nosotros también el fuego de Elías, necesitamos la llama de amor que María guarda en su corazón. ¡Pueda ella prenderla también en nuestros corazones! Amén

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