miércoles, marzo 20

SOLEMNIDAD DE SAN JOSE









Oración de consagración a San José
Señor Jesús, venimos a solicitar la ayuda y la protección de San José, para confiar su solicitud paternal sobre nuestra Iglesia, sus sacerdotes, sus diáconos, sus consagrados, todas las familias y todos sus miembros.
San José, casto esposo de la Virgen María, ayuda a las parejas a reencontrar el fervor de su primer amor y la gracia del sacramento con el que se donaron mutuamente. Asístelos para superar los conflictos, ábrelos al perdón recíproco.
Confiamos a tu paternal solicitud a las parejas estériles. Protege a los prometidos en su deseo de darse uno al otro, en el respeto de cada uno y en toda libertad. Que su corazón se abra ampliamente a acoger a los niños que nacerán de su amor.
San José, padre adoptivo de Jesús en Belén, enséñanos a defender la vida humana desde la concepción. Te confiamos a todos los seres que han sido asesinados en el seno de sus madres, la angustia de las mamás, la inconsciencia trágica de quienes han practicado un aborto.
Tú que has protegido a Jesús de la masacre de los Santos Inocentes, haz que nosotros y nuestras autoridades seamos protectores de la vida humana. Protege a los huérfanos y a los niños ante los comportamientos violentos y torcidos de los adultos.
San José, Patrono de la buena muerte, haz que nos dispongamos a encontrar con toda tranquilidad al Señor el día que nos llame a dejar esta tierra. Libera a nuestra sociedad de la tentación mortífera de practicar o promover la eutanasia y el suicidio.
San José, guardián de la Sagrada Familia, te presentamos a cada una de nuestras familias. Te imploramos, por el ejemplo de tu valentía y de tu docilidad al Espíritu Santo, que asumamos con fidelidad y sabiduría las responsabilidades educativas y familiares que se les has confiado.
Te pedimos que podamos enseñar la fe a nuestros niños comenzando por nuestra manera de vivir. Por la oración de San José, Señor, bendice a todas las familias de la tierra, bendice a todas las comunidades, bendice y protege a nuestro país.
San José, en el tiempo de la prueba, recordamos que tú encontraste al Niño Jesús tras varios días de haberlo buscado angustiosamente. A la hora de la duda y en medio del desaliento, ven en nuestro auxilio para buscar a Cristo sin cesar y encontrarlo.
Confiamos a tu intercesión la situación de los cristianos perseguidos, en particular los de Medio Oriente, protégelos de todas las formas de terrorismo, la violencia y la guerra civil en Siria.
San José, servidor prudente de Jesús y María en las rutas del éxodo, haz que seamos cercanos a los excluidos, a los errantes, a los extranjeros. Ayúdanos a comprender que el amor no tiene fronteras y que cada uno de nosotros es responsable de nuestros hermanos y hermanas.
San José, humilde artesano de Galilea, te confiamos nuestra profesión, con la cual y para la cual trabajamos, también te confiamos a los que no tienen empleo ni recursos.
Enséñanos a santificarnos y a santificar al Señor mediante nuestro trabajo. Ayúdanos a compartir sus frutos. Y a ti que cubriste las necesidades materiales de la Sagrada Familia, ponemos bajo tu mirada la vida temporal de nuestras familias, de nuestras comunidades y de nuestras diócesis.
San José, doctor del silencio en el seguimiento de Jesús, te presentamos la vitalidad misionera de nuestra Iglesia, de nuestras parroquias, de nuestras familias, de nuestras comunidades.
Te suplicamos fervientemente que hagas surgir una nueva generación de testigos del Evangelio. Por tu oración, suscita vocaciones sacerdotales y religiosas.
Sostén la fidelidad de las personas que se han consagrado mediante los consejos evangélicos así como el compromiso misionero de las familias en el corazón de nuestro mundo.
San José, en este día, te consagramos a la Iglesia, nuestras familias y nuestras comunidades, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.



jueves, marzo 7

MENSAJE DE CUARESMA 2019





MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2019.
 
“La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24).
 Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
 1. La redención de la creación
 La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.
  Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación, cooperando en su redención.
 Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.
 2. La fuerza destructiva del pecado
 Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca.

 Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.
 Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo.
 El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.
 Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.
 3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
 Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17). En efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
 Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
 Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

 La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
 Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón.
 Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia.
 Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
 Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3).
 Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión.
 Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.
 FRANCISCO.